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¡Qué Calor!

Hoy el metro parece más lleno que de costumbre. Y más caluroso. Bajo las escaleras  eléctricas en la estación Aquiles Serdán. Parecen eternas. Mi ritmo es constante como  siempre. No traigo prisa, pero aquí se vive así. Una señora estorba y le tengo que decir con  permiso. Qué dolor de cabeza. ¡Pero qué profunda estación! Bajo casi diario por aquí y nunca dejo de pensarlo. Al pie de la escalera un niño me ofrece un mazapán, pero mi inercia no me  deja mirarlo. 

El sonido del tren cerrando sus puertas invade mi paciencia. Arranco con mis piernas fuertes.  Acelero. Corro. Pero cuando estoy por saltar, las puertas se cierran en mi cara. ¡Pinche conductor! El tren acelera mientras mi respiración se calma. Veo mi reflejo palpitante a través  de las ventanas aceleradas del tren hasta que desaparece por el túnel. ¡Pero qué guapo soy!

La espera del tren me exaspera. Camino de una esquina del andén a la otra. Pero pronto me  impacienta caminar y no me queda más remedio que quedarme parado. ¿Por qué seré tan  desesperado? Tres minutos después el tren arriba. Abre sus puertas y con un pequeño salto  me introduzco al monstruo anaranjado. Encuentro un asiento. Las puertas se cierran y  navegamos por la obscuridad.

El andén de la estación Camarones se ilumina repentinamente y la gente parece quedarse sin  rostro mientras se desacelera ante mis ojos. Paramos y frente a la puerta queda un chico alto,  delgado. Muy guapo. ¡Pero qué guapo! De pronto sólo veo su piel morena y sus ojos grandes,  negros y profundos. Su playera parece no tener celos de lo que esconde debajo. Se abren las  puertas y se sube tranquilamente. Unos shorts ajustados, lo que faltaba. Se sienta enfrente de  mí. Mi mirada huye de él y se posa en una señora despeinada y con una playera del PRI.  Necesito concentrarme en la señora para olvidar que frente a mí se acaba de sentar un chico… ¡un hombre! que me tiene atolondrado. Siento que no pienso bien y que se me va a escapar  una sonrisa nerviosa que me delatará. ¡Qué calor! ¿Ya había mencionado el calor que hace  el día de hoy? 

No puedo esperar más. Volteo a verlo directamente. Está embobado en su celular con un  brazo sobre el tubo y las piernas entreabiertas. Volteo a otro lado. No es tan difícil controlarme. No es la primera vez que un hombre me atrae, ya sé cómo olvidarlo antes de  que alguien lo note. Tal vez debería pararme e irme a otro asiento. Tal vez pueda mirarlo una  vez más. Mis ojos se posan sobre los de él. Voltea a verme. ¡Ay, pero qué vergüenza! Mi mirada se escabulle entre la gente buscando desesperadamente una excusa, una distracción.  Una vez más se esculpe ante mí la imagen de la señora desparramada del PRI. ¿Realmente  habrá votado por el PRI?

Después de unos cuantos segundos percibo su mirada. ¿Me está viendo a mí? Tengo que  voltear. Volteo. Me observa descaradamente. Una pequeña y escueta sonrisa se asoma en su  boca. ¿Una sonrisa? ¡Una sonrisa! Siento que la sangre se me sube a la cabeza. Mis pies están  temblando. Mi corazón arranca. Acelera. Corre. Tengo mi sonrisa nerviosa atorada en la  garganta. ¿La dejaré salir? Se me escapa presurosa. Los dos reímos. ¡Pero qué calor! 

La siguiente estación llega estruendosamente. Tomamos tal suceso como excusa para separar  nuestras miradas y relajar un poco la tensión que me trae ahogado. Se abren las puertas y la señora priista se baja del vagón. Se cierran las puertas una vez más. Mi mirada ya anda divagando hacia otros lados. No tengo el valor de volver mi mirada hacia él otra vez.  

Un vendedor comienza a pregonar al fondo del vagón. Se aproxima lentamente. El chico le  hace una seña con la mano, por lo que el vendedor se acerca. Unas halls, por favor. ¿De  cuáles, joven? Piensa un poco. De las negras. Paga y el ambulante sigue gritando sus  pregones. Me armo de valor. Mi mirada regresa a sus ojos, pero los suyos están ocupados  abriendo su paquetito. Saca una pastilla. La introduce a su boca. Acto seguido, me regresa la  mirada. La sostiene. La sostengo. Vuelve a reír mientras saborea su dulce. ¡Qué tensión! Mi  sonrisa no es tan estable como la suya. ¿Quién es este? ¡Qué habilidad de cosquillearme la  piel con su sola mirada! Me siento congelado. Y mi sangre hierve. Creo que estoy sudando.  ¡Qué calor! 

Después de unos segundos de miradas juguetonas, se pone de pie repentinamente. Camina  los tres pasos que nos separan. Creí que mi corazón no podía ir más rápido. Mis mejillas más  rojas. Mi sudor. Hirviendo. Hola. Su voz es firme. Tomo aire. Hola, digo tímidamente. Pronto me contesta: Qué guapo eres. Me sonrojo. Gracias. No puedo decir nada más. Mis  nervios me ganan. ¿Eres gay? Me sorprende su pregunta, pero no mi respuesta: No. ¿Cómo  voy a confesarlo aquí, irreverentemente? Es un extraño. Ni a mí mismo me lo he confesado. ¿O sí? Qué lástima. Sonríe. Sonrío. Nos seguimos mirando. Estoy ideando qué decirle. Me  gana. Ojalá algún día digas que sí, suerte. Qué descaro. Se voltea hacia la puerta. No quepo  en mi vergüenza.

El tren llega por tercera ocasión a otra estación. Se abren las puertas. Veo a su espalda ancha  y su cintura delgada alejarse. Y esos glúteos. ¡Qué calor! Baja del vagón y se pierde entre la  multitud. Me encuentro atónito. Acelerado. Mareado. Caliente. Las puertas anuncian su  cierre. Veo la estación. Tacuba. ¡Tacuba! Corro antes de que las puertas cumplan su  prometido. Alcanzo a salir en mi estación. Busco a… ¡ni siquiera pregunté su nombre! Nada.  Camino desconsolado hacia la salida. Mi ritmo baja. Pero qué cobarde.

Subo las escaleras y veo el exterior. Desde aquí se ve que está lloviendo y se siente el frío. Mi celular vibra y muestra un mensaje. Es Sofía. ¿Llegaste bien, amor? Suelto un suspiro  profundo, más profundo que la estación Aquiles Serdán. Ahí vive Sofía. Sí, corazón. Todo  bien. Aburrido sin ti. Te amo. Guardo mi celular y me pierdo entre el paisaje gris que se  extiende frente a mí. ¡Qué frío!

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